Ni siquiera dediqué una milésima de segundo a reflexionar sobre mi siguiente movimiento. Más tarde, me diría a mí misma que había sido víctima de un ataque de locura momentánea. Más tarde, inventaría mil excusas, a cada cual más absurda, para justificar mi comportamiento.
Más tarde.
Pero no en ese momento.
En un acto reflejo, coloqué la palma de mi mano sobre la superficie de madera e hice algo que no debería haber hecho. Empujé la puerta.
Una oleada de vapor me azotó en la cara y aspiré el inconfundible olor de Edward Cullen, ese aroma que reconocía a la perfección y que, por mucho que odiara admitirlo, había aprendido a disfrutar. La estancia se encontraba inundada de luz, como el resto de la casa, pero el vapor tornaba las figuras en manchas borrosas y deformaba sus contornos.
Escudriñé el baño con los ojos entrecerrados, pero los abrí en señal de sorpresa cuando, a mi izquierda, mi mirada se topó con la ducha.
Con la ducha.
Con la figura de Edward Cullen de espaldas a mí.
Con su cuerpo desnudo.
Y con el agua caliente deslizándose por su piel.
Todo en ello en una misma visión. ¿Qué más necesitaba una mujer para morir y dejar este mundo con una sonrisa de felicidad dibujada en sus labios?
Probablemente, encontrarse dentro de esa ducha, atrapada entre los fríos azulejos y el cuerpo desnudo de Edward Cullen.