—¿Y qué importa lo que Edward haya planeado? —exclamó de repente, perdiendo toda su compostura y alzando los brazos al aire en un gesto exasperado— ¡Por el amor de Dios, Bella! ¿Le va a pedir matrimonio a otra y a ti lo único que te preocupa es que ese momento sea perfecto?
Me volví hacia ella, encarándola con furia. Sentía la sangre palpitar con fuerza en mis venas. No tenía ni idea de nada de lo que estaba ocurriendo y, aún así, se permitía el lujo de darme sermones cuando nadie le había pedido su opinión.
—En cualquier otra situación, me importaría menos que una mierda, Angela —dije, tratando en vano de mantener mi voz y mis emociones bajo control—. Pero da la casualidad de que esa maldita petición de matrimonio es una parte fundamental de la fiesta que yo me encargo de organizar. Es mi trabajo, Angela. Y aún me queda el orgullo suficiente como para querer hacerlo bien. No voy a dejar que una niñata consentida eche por tierra todo el esfuerzo y todo el trabajo de un mes.
—Pero…
—Angela —la interrumpí, alzando la mano—, déjalo. Déjame unos minutos a solas. Por favor —añadí, al ver que no parecía dispuesta a rendirse.
Ella me observó durante un par de segundos y finalmente se dio por vencida.
—Está bien —dijo, caminando hacia la puerta, pero cuando agarró el picaporte, se dio la vuelta para decir algo más antes de irse—. Sólo espero que aprendas a poner tus necesidades por delante de las de Edward. Si no lo haces, va a acabar contigo.
El consejo llegaba demasiado tarde. Hacía tiempo que Edward Cullen ya había terminado conmigo y esa noche tan sólo iba a rematarme un poco más.